“Tú no te imaginas todo el amor que me ha costado dejarte ir, hoy te pongo en las manos de Dios y aunque por dentro sienta como se destroza cada parte, dejaré de ser egoísta y te veré partir. Siempre pensaba en este momento y sentía que ya estaba lista, pero no es así. Te amo más que a mí misma y nunca dejarás de ser el amor de mi vida. Ya te puedes ir, ya no quiero verte sufrir, te prometo que yo estaré bien porque sé que aunque cerca no estés nunca me dejarás caer”. Estas fueron las últimas palabras que le dije a mi padre antes de morir, hasta el momento ha sido la despedida más dolorosa que he tenido, pues creo que nunca ha sido fácil algo así.
Hace un poco más de seis años el cáncer llegó a mi vida, pues mi padre estaba partiendo lenta, dolorosa y cruelmente.
Él era un hombre fuerte, aunque cada vez esa fuerza se iba perdiendo, lo cual parecía casi imposible, pues verlo llorar de dolor no era propio de su persona. Nunca se rindió tan fácilmente.
Los doctores dijeron que ya había durado mucho, que alguien en su condición y tan avanzada su enfermedad no duraba tanto, pero creo que a mí me faltó tiempo. Tiempo para decirle lo mucho que lo amo, tiempo para llenarlo de besos y abrazos, para no pelear tanto con él, para reírnos a carcajadas como en los últimos días. Tiempo para seguir a lado de mi padre.
Yo imaginaba que una muerte inesperada, como lo fue el caso de mi abue, era mucho más dolorosa por el hecho de no estar preparada para tal acontecimiento, y que, una partida como la de mi papá te daría el suficiente tiempo para prepararte, resignarte y no doliera tanto cuando la enfermedad acabara con la persona. Pero no es así.
La enfermedad no solo acaba con el enfermo, sino también con su familia, con quien siempre esta con él. Sufres todo lo que a él le duele, te escondes para que no te vea ni escuche llorar, te muestras fuerte y con una sonrisa para que se sienta bien. Lo llenas de besos y fastidias con tantas caricias, pues no sabes cuando dejarás de hacerlo. Le ruegas a Dios para que le quite el sufrimiento, no para que se alivie y todo este bien.
La enfermedad terminal nunca te lleva a prepararte para la partida, no te resignas, no te haces inmune al dolor. Esas, son mentiras que dice la gente que no lo ha vivido.
Hace ya un tiempo, los antidepresivos y ansiolíticos han sido mis mejores amigos, pues no me era nada simple ver a mi papá en esa situación. Me llamaron loca por tomarlos y hasta cierto punto comenzaba a creerlo, pero en realidad nadie sabía lo que yo sentía, ni siquiera el médico. "Yo sé que no es fácil por lo que tu familia y tú están pasando, eso esta causando tu ansiedad y tienes que estar medicada, no lo puedes dejar", cansada estaba ya de escuchar eso, me lo sabía de memoria y hasta conocía el momento exacto en el que el medico lo diría, pero no, él no sabía lo que era ver como tu padre estaba muriendo poco a poco. Él no sabía que cuando tenía dos años mi papá se fue un mes fuera de la ciudad por cuestiones de trabajo, enferme todo el mes y justo el día en el que llego, lo vi y mágicamente mi enfermedad desapareció. Era una niña, no sabía lo que sentía. Esta vez no era un mes, ahora ya conocía el porqué se iba, ¿sería realmente sencillo?
A mis 24 años no había conocido realmente lo que era el amor hasta que vi a mi mamá cuidando a mi papá 24/7, dándole de comer en la boca, haciéndole cariños como a un niño, desgastándose ella para que mi papá estuviera mejor, mirándolo a los ojos y pidiéndole que le regalara una sonrisa mientras sus lagrimas rodaban por su cara. Ahí me di cuenta de lo puro y sobre todo del más bonito amor que pudo existir.
Recuerdo la última crisis de ansiedad que tuve, mi papá aún estaba consiente y no desvariaba. Llegue a casa ansiosa y él asustado comenzó a llorar, me gritaba que qué podía hacer para que yo estuviera bien, para que ya no tuviera "esa chingadera", me extendió su brazo y corrí a abrazarlo, llore con él un momento, luego termine en el hospital. Días después empezó a empeorar, aunque aún estaba consiente, ya no estaba bien, lo que yo sentía en ese momento pedía a gritos que lo sacara así que comencé a llorar en otro rincón de la casa. Me escuchó y grito mi nombre. Cuando llegué a su cama y me senté en la orilla me agarro la mano y llorando me pidió que dejara de llorar, que yo era su niña fuerte, la más fuerte y que me necesitaba de esa manera para poder estar bien él.
Desde entonces procuré no llorar como lo hacía, ser la niña fuerte de papá y de siempre estar feliz cuando él me viera, pues eso fue lo último que me dijo cuando aún sabía que yo era SU DANIELA.
Ahora la casa se siente vacía, mi corazón también. Me gusta pensar que esta en su taller trabajando y que cada noche regresará para quitarle sus botas y decirme que como soy latosa así como lo hizo ayer.